Tenemos tantas cosas para no decirnos. Augusta era una chica que no se fijaba si tenía dinero en su bolso. Simplemente subía al bus, confiando en que siempre le sobraban unas monedas de cuando hacía mercado los domingos. Esa tarde fue a buscar a su amiga Irene a la vieja casa azul del centro, una de las pocas que resistía entre los enormes edificios que los vecinos habían vendido. La familia de Irene, en cambio, no quiso desprenderse: eran de esas familias arraigadas al pasado, convencidas de la importancia de recordar de dónde venían. Augusta se bajó al frente de la casa y la llamó con un silbido melodioso. Irene salió casi a las carreras, y detrás de ella un perro amarillo intentó seguirla a todas partes. Ella lo calmó con un beso en la oreja y un par de palmadas cariñosas, asegurándole que volvería antes de que se ocultara el sol. Las dos amigas se saludaron con un beso en la mejilla; usaban la ropa como si apenas hubieran salido de la cama. Caminaron juntas hacia el supermercado ce...