Tenemos tantas cosas para no decirnos.
Augusta era una chica que no se fijaba si tenía dinero en su bolso. Simplemente subía al bus, confiando en que siempre le sobraban unas monedas de cuando hacía mercado los domingos. Esa tarde fue a buscar a su amiga Irene a la vieja casa azul del centro, una de las pocas que resistía entre los enormes edificios que los vecinos habían vendido. La familia de Irene, en cambio, no quiso desprenderse: eran de esas familias arraigadas al pasado, convencidas de la importancia de recordar de dónde venían.
Augusta se bajó al frente de la casa y la llamó con un silbido melodioso. Irene salió casi a las carreras, y detrás de ella un perro amarillo intentó seguirla a todas partes. Ella lo calmó con un beso en la oreja y un par de palmadas cariñosas, asegurándole que volvería antes de que se ocultara el sol.
Las dos amigas se saludaron con un beso en la mejilla; usaban la ropa como si apenas hubieran salido de la cama. Caminaron juntas hacia el supermercado cercano, a dos minutos de la vieja casa azul. Al entrar, fueron directamente a la sección de maquillaje y comenzaron a probar los productos de muestra. Mientras Augusta se ponía corrector, Irene probaba un rímel con absoluta naturalidad.
—¿Sabes a qué hora debemos estar en la casa del gordo? —preguntó Augusta mientras se maquillaba, abriendo la boca como si los ojos y los labios estuvieran conectados.
—Con que lleguemos a las seis está bien —respondió Irene.
Augusta dudó un segundo, como si el recuerdo le pesara.
—Anoche soñé con mi gata. No entiendo por qué, después de casi diez años, todavía no puedo superar su muerte. Ya no lloro como antes, pero me deja un mal sabor y evito profundizar en esos recuerdos.
—Inevitables —dijo Irene—. El cerebro es obsesivo con lo que no conocemos. Quizás te culpas de no haber estado con ella en su último día… pero también debes entender que las cosas pasaron como debían pasar.
—No puedo hablar de esto con todo el mundo. A ti siempre te parece que lo que digo tiene sentido, como si nunca te cansaras de escucharme.
—Recordar a una mascota es como recordar a un ser querido que ya no está. Somos amigas desde que tu gata era una cachorra. Yo también tengo muchos recuerdos.
Irene tomó un labial color coral y se lo aplicó suavemente en los labios. Abrió la boca como había visto hacerlo a su madre.
—Creo que ese no era un labial de prueba.
—Pues ahora lo es.
Ambas se rieron y terminaron de maquillarse.
Compraron unas galletas saladas y fueron a una tienda de ropa de paca. Irene escogió un vestido azul cielo y Augusta uno amarillo, como el color del gato ausente. Se cambiaron en el baño de la tienda y dejaron la ropa que cargaban, convencidas de que entre más soltaban, más ligeras iban por la vida.
—Alguna vez escuché que si llamas a un gato por su nombre, aunque ya no esté contigo, de alguna forma aparece. Sabes que lo hago cada noche, esperando verla de nuevo. Solo una vez… abrazarla, que me mire a los ojos y decirle que la extraño.
—Sí, pero puede parecer como otro gato. Ellos son seres cósmicos, me encanta ese término. Debes estar muy atenta, porque puede que ya haya aparecido o que esté cerquita de ti. Hay que aprender a mirar.
—Quiero creer que son los pájaros que se posan sobre el ceibo a las seis de la tarde, justo cuando mi gata entraba por la ventana a pedirme comida y luego se acurrucaba para dormir conmigo.
—Pues créelo. Es probable que esos pájaros sean ella, diciéndote cada día que a veces los abrazos llegan de formas distintas. Mira, ahí viene el bus. Creo que llegamos justo cuando sirven los bocaditos, después del primer discurso aburrido del gordo.
—Sí, siempre dice lo mismo en momentos como estos. Pero qué se le va a hacer… amigo es amigo.
Las dos subieron al bus y se sentaron cada una junto a la ventana, mirando cómo una mancha de aves buscaba un lugar para pasar la noche.