Ir al contenido principal

Juguemos al juego de confiar

Volvamos al momento en que me dijiste: confía en mí.


Confiar en el otro es lanzarte sin paracaídas. Es un acto de fe, de otorgarle a alguien la capacidad de conocer tus secretos, de expresarte cómo te sientes, o simplemente dejarte ver con todos tus errores, sin temor a ser juzgado. No juzgar es algo muy difícil. Emitir un juicio de valor cuando alguien en quien confías rompe alguna norma que tienes sobre la confianza, el amor, el respeto o la amistad puede ser inevitable.

Para cada persona, estas palabras —amor, respeto, amistad— tienen significados distintos. Cada quien les otorga valor según su experiencia. Como dice la frase: "Cada ser es lo que hace con lo que hicieron de él". Y ahí surge una maraña de emociones y contradicciones, porque la realidad de uno nunca es igual a la de otro.

En fin, no quiero sobrepensar este tema ni irme por las ramas. Lo que busco es escribir para resistir esos momentos en los que la vida no tiene sentido. Hay cosas que se quedan contigo, sin que entiendas del todo por qué. Como esa escena de Tarzán la película animada, cuando él se sentía abatido por no ser como los demás. Su mamá gorila le mostró en qué se parecían: en los ojos, en las manos y, sobre todo, en el corazón. Al final, todos compartían lo esencial, y eso lo tranquilizó.

Pero luego, uno empieza a pensar en otras cosas: en las perspectivas individuales, en el ingenio, en lo que nos hace únicos. Y ahí es donde me detengo. De todas las decisiones erróneas que he tomado, ahora solo quiero hacer lo correcto, o al menos intentarlo. Quiero hacerme responsable de mis emociones. Saber hasta qué punto lo que siento es mío, y hasta qué punto es responsabilidad del otro.

Quiero creer que hay alguna señal que nos indica qué debemos hacer cuando ya no puedes seguir confiando, porque puede que pase mucho tiempo y ya, ni todas las semejanzas puedan renovar las ganas de volver a lanzarte sin paracaídas.

 

Fuente: Pinterest

 

Entradas populares de este blog

Salí nadando

 Manabí, Ecuador   “Siempre que visites un mar, debes preguntar si se puede nadar en él”. Alguien me dijo eso como conocimiento básico de la vida, uno que no tenía, pero que ahora tengo después de que casi me llevara el mar de San Lorenzo. Cinco amigas de paseo, una de ellas extranjera, Kate. La conversación en el automóvil nos reveló que en su país de origen, Kate era una excelente nadadora; cruzaba los caudalosos ríos de su estado como algo común. Yo, en cambio, había aprendido a nadar por los consejos de mi hermano menor o por lo que yo misma me había enseñado en las piscinas de complejos deportivos. El mar para mí no estaba a la vuelta de la esquina como sí lo estaba para mi mejor amiga Clara, quien me había invitado a este paseo. El mar siempre se veía como un dios, como una diosa, poderoso, imponente. Decidimos entrar al agua Kate y yo. La playa estaba casi vacía, lo atribuimos a que era un día entre semana, nada que nos llamara la atención. Nos internamos gozosas de sen...

Para ti de mi

Hay lugares a los que uno no vuelve, y personas de las que no se regresa.   Está claro que a quien más fallamos es a nosotros mismos. Nos mentimos, procrastinamos, no nos cuidamos, no soportamos la soledad, nos invaden pensamientos obsesivos, no comemos bien, no hacemos ejercicio... y la lista sigue. Cuando era niña, vivía en un lugar que me parecía maravilloso, cerca del río, y tenía un gran amigo: un enorme samán. Disfrutaba del río, de mis momentos de juego en soledad y de regresar justo antes de que anocheciera, cuando comenzaba esa sensación de que alguien te observaba. No tenía más responsabilidades que jugar, hacer tareas y limpiar la casa. Esos eran mis compromisos de niña. Ahora, tengo muchos pendientes. Podría convertirme, sin querer, en un alma en pena, como esas que no cruzan a mejor vida porque no logran resolver sus asuntos terrenales. Podríamos decir que caminamos por la vida como asuntos pendientes, mirando el celular en busca de videos que nos distraigan de lo desa...