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Amigos musicales

quiero hablar como hablan las canciones.


Mis amigos son amigos musicales. No tienen bandas, no tocan instrumentos, tampoco cantan, pero su lenguaje musical siempre está presente.

Yo soy un punto aparte: el que está al final de la frase. No es parte de la oración, pero está.
No soy para nada musical. No tengo playlist favorita ni alcanzo a decir qué cantante me gusta con precisión; no entiendo los álbumes, no soy tan veloz para recordar letras ni nombres de artistas. Pero mis amigos... ellos son lo máximo. Hablan entre canciones, versiones y músicos; se agrupan, y cómo disfruto escucharlos. Ayer fui parte de un momento íntimo y me alegré de ser la que invitaron a lo último, porque cuando hay gente tan bacán no hay descole.

Cuando se reúnen, me imagino el universo: inmenso, y nosotros un punto.
Pero este punto late, vibra.
Su punchin punchis se distingue a lo lejos, y si te acercas, el sonido va creciendo.
Tu cabeza comienza su vaivén —adelante, atrás, adelante, atrás—, tus hombros se mueven y, al final, tus manos suben.
Inminentemente, ya eres parte de este punto musical.

Y cuando por fin esa canción suena… uf, lo mejor.
Yo me convierto en espectadora de sus vidas, de sus alegrías,
como ayer, cuando a todo pulmón cantaron Maligno de Aterciopelados.
Todos cantan, todos disfrutan, y todos recuerdan todo al mismo tiempo.

Porque esos amigos son los que lanzan frases tan poéticas que te cuestionan la existencia,
y otras con las que solo ríes sin parar,
como cuando dicen:

Tú le haces a todo, como los Power Rangers.

Les dejo esta, porque para existencialismo tenemos a Sartre,
y para disfrutar, a los amigos.

Yo no soy musical,
pero aprendí a guardar la música de otra forma.
Ellos guardan canciones para los momentos;
yo, momentos en canciones.

Uso Shazam como quien guarda postales:
cada vez que algo me toca, dejo que escuche, capture el nombre y la fecha.
Así, sin darme cuenta, he ido guardando pedacitos de vida en forma de canciones.

Al final, tengo mi playlist de momentos con música de fondo.
Ellos caminan entre acordes, respiran ritmo y suenan como si la vida siempre les tocara su canción favorita.
Y yo, desde mi silencio, descubro que —sin querer— también estoy sonando.


 

 



 

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