Completamente apartada de sí, una caricia no solamente le proporcionaba placer, sino también dolor. Dolor que disfrutaba.
Amaba el dolor, mas si esta fruición, no la dejase respirar.
Sentía deseo de mirar de cerca la ruina, mientras se deleitaba con el derribo.
Vivía embriagada de éxtasis casi siempre, saciaba su sed de auto flagelo, de mártir, con leves rasguños que decoraban su espalda cada mañana. A veces, descargaba su dosis de placer/dolor durante el día, penetrando sus uñas afiladas en la yema de sus dedos.
Con la puerta entre abierta, el aire fresco maromeaba sus paredes hasta llegar al arco abstracto que formaba la línea de su espalda.
Se estremecía en su cama. Movía sus piernas con signo.
Gemía con tanta dulzura que sus brazos y manos no paraban de danzar, haciendo círculos en el aire, abriendo y cerrando su boca.
Sacaba su lengua, la misma que mordía con fuerza, solo la punta, hasta sentir ese agudo dolor que la calmaba.
El teléfono sonó, pero el ruido se escapaba por alguna rendija de la ventana mal cerrada. Poco a poco el sonido se hacía sordo.
Respiraba fuerte, al ritmo del reloj de plástico que colgaba de la cocina. Se movía según los acordes, según sus tic tac.
Su cintura empujaba la almohada entre sus piernas,
—arriba, abajo, arriba, abajo— su muslo rozaba con fuerza la pared en donde posaba su espalda, mientras que sus nalgas desnudas sentían el frío del piso de su baño. Recostada, su cabeza golpeaba con dureza aquel frío lugar pero entre más dolor se hacía, ella lo disfrutaba.
Sus movimientos aumentaron, su boca se abría más, sus mejillas calientes, la vena de su cuello grande y fuerte se expandía.
Empujó por última vez la almohada contra su sexo. Su cadera se elevó y quedó suspendida en el aire, mientras seguía apretando con sus piernas y asfixiando la almohada. Su cintura no tocaba el piso tibio por sus nalgas.
Se produjo un rápido calor en su interior, mojo sus pantis blancas de algodón, mientras que a sus piernas, le surgió un malestar tolerable, pero de buen gusto.
Ella terminó en el piso, entre latidos rápidos que provinieron de entre sus piernas.
Así empezó el día Samanta Hostorm, mujer de 48 años que todas las mañanas de lunes a viernes, empezaba su jornada de directora de la Sociedad de Damas Cristianas.
Escrito, domingo 29 diciembre 2013
Así empezó el día Samanta Hostorm, mujer de 48 años que todas las mañanas de lunes a viernes, empezaba su jornada de directora de la Sociedad de Damas Cristianas.
Escrito, domingo 29 diciembre 2013
Editado, domingo 10 mayo 2015