Manabí, Ecuador
“Siempre que visites un mar, debes preguntar si se puede nadar en él”. Alguien me dijo eso como conocimiento básico de la vida, uno que no tenía, pero que ahora tengo después de que casi me llevara el mar de San Lorenzo.
Cinco amigas de paseo, una de ellas extranjera, Kate. La conversación en el automóvil nos reveló que en su país de origen, Kate era una excelente nadadora; cruzaba los caudalosos ríos de su estado como algo común. Yo, en cambio, había aprendido a nadar por los consejos de mi hermano menor o por lo que yo misma me había enseñado en las piscinas de complejos deportivos. El mar para mí no estaba a la vuelta de la esquina como sí lo estaba para mi mejor amiga Clara, quien me había invitado a este paseo. El mar siempre se veía como un dios, como una diosa, poderoso, imponente.
Decidimos entrar al agua Kate y yo. La playa estaba casi vacía, lo atribuimos a que era un día entre semana, nada que nos llamara la atención. Nos internamos gozosas de sentir la energía vigorosa del poderoso mar, tocando cada parte de nuestro cuerpo y nuestro espíritu. Nada de miedo. Solo la inmensidad y yo.
El ritmo del mar era intenso; poco a poco, como una burbuja más, me arrastraba violentamente hacia adentro. Sin darme cuenta, ya solo podía flotar. Los movimientos frenéticos, como si el mar estuviese en un estado de excitación, no me dieron tiempo de asentar ni mis pies ni mis pensamientos sobre la realidad insidiosa en la que me encontraba. De repente, todo era caos. Miré a Kate, ella estaba un poco más afuera, y con el esfuerzo máximo por mantener mi cara fuera del agua, pude balbucear que estaba en peligro y que buscara ayuda. El agua salada en mis ojos, la palpitación marina, me sumían en desesperación. Kate intentó nadar hacia la orilla pero tampoco pudo. No había nada ni nadie a mi alrededor, nadie que pudiera escuchar mi silbato estridente. Solo la inmensidad y yo. Desde muy lejos miraba a Clara sentada en la playa, intentando conectarme mentalmente con ella. Usualmente sentíamos las mismas cosas: amiga, auxilio, ayúdame… esto también lo puedes sentir, ¿verdad?... ¿verdad? Cuando te dicen que naciste solo y morirás solo, no se equivocan.
Pensé en papá. Pensé en mamá. Las ganas de llorar me invadieron pero mi posición y mi situación me dificultaron el llanto. ¡Viva la desolación, viva la desesperanza!
El desespero se apoderó de mí. El agua salada entraba por mi nariz y mi boca, mis piernas moviéndose rápidamente para no hundirme. De manera súbita, recordé la importancia de no desesperarse. Una sonrisa irónica se asomó en mi rostro. No desesperarse, se dice, con tal tranquilidad. El mundo me está llevando, la angustia soy yo misma, y pues, no desesperarse. Inhalé profundamente entre aire y agua, lo que me permitió sacar mi cabeza para flotar y en seguida regurgitar. Esto no se había acabado todavía.
Miré entre cerca y lejos formarse una ola, calculé que iba a estallar en mi cabeza. Rogué, supliqué, porque todo fuera una pesadilla, una de las que recurrentemente tenía sobre tsunamis, sobre ahogos, sobre mi padre rescatándome debajo del mar. Por favor, dios, no lo voy a lograr, piedad, Dios, piedad.
La ola implacable me embistió como un toro y me revolqué en las aguas. Con todas las fuerzas que tenía en mis manos, presioné mis fosas nasales; un momento antes había podido pensar que si dejaba que el agua entrara, ese sí iba a ser el fin. La presión del agua era tan fuerte que ignoró mis intentos por evitar el paso hacia mi nariz y poco a poco me rendí. Ya fue. Ya fui. Así que así vas a morir.
Soy un feto. Mi alma sale de mí, mira un cuerpo desesperado y desesperanzado en posición del bebé que atisba el regreso a la fuente y por un momento febril fuimos uno solo. Hay un océano dentro de mi cuerpo. Me puedo ir, su espíritu me recibe, la desesperación se disuelve efervescente en la espuma que queda tras la ola al reventar. Me rindo. Descanso y respiro.
Inconsciente, inhalo agua y el dolor en la nariz me regresa de golpe a este plano. No fue un sueño. Estoy muriendo. Todo sucede tan rápido que, si bien no entiendo lo que es morir, sí entiendo que crucé y regresé. Esto no se ha acabado todavía. Grito varias veces mi propio nombre y genuinamente solo sé que el arrecho nunca muere, y si muere, muere arrecho.
Vuelvo a la superficie gracias al mismo vaivén del agua, reconociendo la importancia de no desesperar, y con el corazón a mil, me vuelvo consciente de que si no salgo de esto yo misma, yo sola, no voy a salir. A la par, una voz insolente se burla de mí y me dice que no voy a poder… vamos, es la mar, tú eres una humana. Desafiante, tomo una bocanada de la mezcla de aire y agua salada y me dispongo a nadar contracorriente. Recuerdo los consejos generales sobre natación, algunos improvisados; equivocados o no, ahí fui: hundir la cabeza lo más posible, estirar el cuerpo lo más posible, apoyar los brazos al cuerpo lo más posible, no doblar las rodillas y nada, solo nada, a darle con todo. Darle con todo no es suficiente. Nada, no pasa nada, no me muevo todavía, tengo que dar más. ¿Quieres o no quieres vivir? ¿Eres o no eres? Vamos. Más potencia, sin descanso.
Nadé una eternidad hasta que por fin asenté apenas la punta del dedo pulgar y acaricié la arena. Lo estoy haciendo y no me lo creo. Con el impulso, ya todo se vuelve un juego de niños. Emprendo la natación nuevamente con confianza pero sin descanso, aún asustada. Kate también lo había logrado un poco antes que yo; estaba ya donde las amigas. Desconozco las palabras con las que Kate relataba nuestra hazaña, pero solo recuerdo el rostro petrificado y pálido de mi amiga al verme salir exhausta del agua, cayendo de rodillas, tosiendo casi hasta vomitar. Una máscara de asombro y temor.
En el taxi de regreso, aún sin poder creer lo que sucedió, recibo la llamada de mi madre llorando. Contaba que la noche anterior, Reggie, mi perrita, había muerto envuelta en las llantas del auto de un atrevido. La abuela solía decir que es bueno tener animalitos en casa, porque ellos se ofrecen cuando algo te va a pasar a ti. A la abuela Regina casi no la recuerdo, pero cuando esotérica aparece, se siente como cuando esa bruja te cura el espanto, te revuelca y te dice tan tranquila que no desesperes, que la próxima semana, viene otra de las mismas.
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La Mona, minutos después de haber salido de la mar. |