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Mi novio suicida


A quien me enseñó después de su muerte, a perdonarme.

 
Cómo podía saberlo. No pude hacer nada tampoco. Cuando me enteré, ya lo habían bajado y retirado la cuerda de su cuello. Se había ahorcado en su habitación. Aprovechó que estaba solo. 

Supe que algo andaba mal cuando no recibí ningún mensaje de él en todo el día. Pero no imaginé, que nunca más me volvería a escribir. Ni a llamar. Ni podría volverlo a ver. Lo amaba como se ama a los 18 años. Con locura y descontrol. Cuando se fue, una parte de mí se fue con él. 
Una parte que ahora, 12 años después, aún no logro identificar. La última noche que hablamos no la he podido olvidar, aunque lo he intentado, no lo logro. Estábamos juntos hace algún tiempo, pero a la distancia. 

Después de vivir juntos, la vida nos llevó por diferentes caminos, pero decidimos continuar mientras vivíamos en diferentes ciudades. Yo no sabía nada de relaciones, ¡qué se puede saber a esa edad! Él era mayor que yo con seis años. Tampoco se sabe nada de la vida. Sentí que la relación ya no daba más. 
No podía sostener una relación a distancia, con dudas, temores, celos; espantosos celos. Soy alérgica a ellos. Ahora comprendo mi falta de interés que muchos hombres me han atribuido ser, por no ser celosa, pero como serlo, si es como un veneno. Los celos, el ingrediente perfecto para que todo fracase o todo aparentemente esté bien, aunque sepas que no lo está. Nos engañamos. No somos libres, ni solos ni acompañados. Yo no lo sabía. No pude hacer nada tampoco. 

Ese día le dije que no lo quería volver a ver, que esto ya no funcionaba. Por dentro no lo quería decir, pero es como cuando ves un animal en la calle y sabes que no lo puedes cuidar porque no tienes espacio, dinero o tiempo, entonces miras a un lado, lo dejas pasar, pero te gustaría, con todo tu ser, ayudarlo. Yo no pude. Tampoco sabía que debía ayudarlo. Ahora no está. Se fue hace años y lo he olvidado de a poco. 

Mi mente no lo quiere recordar. Solo me queda su nombre. Esa noche discutimos por teléfono, con el calor de a discusión, le dije que se muriera, que desapareciera de mi vida, que me haría un favor y se haría un favor a sí mismo si se marchar de mi vida. Fui muy dura, pero cómo lo podía saber, cómo podía saber que le hablaba a alguien roto. A alguien que no entendía que no era en serio lo que le decía. Que lo amaba pero que, su vida ya la había hecho sin mí, y que solo me buscaba cuando estaba triste, de todo eso no me di cuenta. Solo pensaba en que no lo quería ver más. Y cumplió. Por fin cumplió algo y me castigo por eso. Apagué el teléfono y no supe nada más, hasta el día siguiente. 

A las seis de la tarde cuando un tío de él me llamó. Había visto los mensajes, yo ya los había borrado junto a su número de teléfono. Él me los recordó y me sentenció de nuevo. 

 —Está muerto 
—Cómo que está muerto! 
—Se mató. En seguida continúo con una voz de confidente —borré todos los mensajes cuando los leí. No te culpo. Lo enterramos el jueves. 

Colgó y me sentí desfallecer, era surreal todo. No comprendía nada. No entendía, estaba flotando por unos minutos en la nada, pero el dolor llegó directo al pecho y me hundí en llanto. Me refugié en el vientre de mamá. La abrazada, pero seguía sin entender, qué estaba pasando. Me dormí en posición fetal, como queriendo nacer de nuevo. Lo escuchaba. Lo veía. Lo soñaba. Pensaba hasta que era una broma y que pronto llamaría para saber cómo estaba. Me engañaba. Me refugiaba. 

No lo entienden. Ustedes no lo entienden porque no han pasado por esto. ¡Qué van a entender si somos una mierda! Si miramos el barco hundirse y no hacemos nada. Si vemos las llamas arder consumiéndolo todo y seguimos sin hacer nada y solo hacemos las cosas cuando nos pasa. Cuando nos violan, nos desaparecen, nos estafan, nos roban, nos ultrajan, nos contaminan. 
Estamos llenos de radiación, no la sentimos, pero estamos contaminados, nos falta empatía. Estamos condenados. No somos compasivos y aunque sea sincera en este relato nunca te va a importar. Tampoco quiero que te importe, escribo para salvarme, para resistir. Porque es lo que sé hacer mejor. Resistir. Odio las rosas, ese olor a muerto, ese olor a dolor y compasión. Me desagrada las rosas cortadas. Ese olor que pudre todo. 

Cuando lo vi en el ataúd, tenía una bufanda y estaba rodeado de rosas de muchos colores que adornaban de manera tétrica su ataúd. Recuerdo que lo miré y enseguida le dije a mi tía quien me acompañó es día: — No es él, tía, no es él. — la cara de ella no la pude olvidar, fue de pena, fue de dolor. Su mirada me decía “pobrecita”. Enseguida comprendí que estaba equivocada. Que era él. Pero cómo podía saberlo. No pude hacer nada tampoco. Le canté una canción. Y el olor a rosas me persigue hasta ahora. 

Odio el olor a muerte. No fui a su misa, no fui a su entierro. Una misa en donde el cura decía que su alma estaba condenada al infierno y quienes nos quedábamos en vida, éramos los pecadores, eso, era algo que no quería escuchar. Su entierro, era algo que no quería ver. Me aferraba a la mentira de creer que estaba vivo. Luego vino el olvido, como estalactitas, gota a gota se formó durante años. 

La última vez busqué su tumba. Cuando estaba vivo él me regaló su foto para que lo recuerde, pero se la devolví antes de la fatalidad. Cuando al fin encontré la tumba, vi que usaron la misma foto que un día me regaló para recordarlo a la distancia. Es decir que la foto que le devolví terminó ahí, como un reproche, como un reclamo, como una respuesta a una pregunta que yo no formulé. 

¿Que si me siento culpable? Hace doce años sí, ahora no. Pero por eso llevo demonios convertidos en miedos. Llevo resentimiento y llevo un dolor, que a veces me despierta por la madrugada disfrazado de insomnio. 
¿Me pregunto por qué yo? ¿A caso debo contestarme a eso? 

 Ahora es un recuerdo. Olvidé su apellido. Olvidé su voz. Olvidé su mirada. Y a veces olvido su rostro. Pero cada fin de año lo recuerdo. Porque fue en enero que hizo la única cosa que nunca pensé que haría y que nunca pensé que le pediría.

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