“No creo en el alma, pero de que existe, existe”
Ya hace dos días que estaba en alta mar, el sol golpeaba su rostro, sus labios estaban secos, su cuerpo escurrido sobre el tablón del bote y sus ojos entre abiertos miraban nada más que el mar impetuoso y azul.
Conservaba intacto una parte de él que el agua salada no podría de ninguna manera tener acceso, sus recuerdos.
Su memoria evocó la gracia con la que, días atrás, se sumergía entre las olas y se dejaba derribar con fuerza por aquel oleaje hasta la orilla. Seguía recordando, como acostado boca arriba miraba el cielo mientras su rostro se invadía con la efervescencia de la ola transformada en espuma.
Ahora en cambio, no podía sentir más que repulsión, desesperación, esa tirria en contra del abundante azul llamado la mar.
Tenía deseos de ver cualquier otra cosa, ya sean paredes de concreto, edificios en construcción, escuchar el ruido de carros, ladridos de perros, llantos de bebés, el murmullo de la multitud, las personas, los niños, su madre; su madre. Ella sentada en la dura anatomía de ese viejo sofá de su sala, sacando cuentas del mes, recordó también a sus hermanos abrazándola, su perro moviendo la cola, su padre, hasta de aquel fastidioso vecino religioso, el que no da limosna ni cedía su asiento, hasta de él se acordó.
Intentó cantar, pero no tenía fuerzas para abrir su boca, cada vez que su lengua tocaba sus dientes se producía un ligero pegote provocándole alguna herida leve. Deseaba escuchar música, algún sonido que no fuera el vaivén de las olas, del sol quemando su cara o del bote balanceándose sin llegar a ningún lugar.
De pronto, sus dedos sin fuerza se dejaron caer y se sumergieron en el agua salada, cerró por completo sus ojos y su garganta, produjo un sonido. Entonaba una canción.
Con leves sonidos empezó a entonar una canción al ritmo de sus amígdalas. De pronto, desde la nada, empezó a sonar el piano, la trompeta, la guitarra, todo un concierto retumbaba en cada rincón del bote, el agua alrededor vibraba, sus dedos sumergidos se movían controlando el ritmo como un director de orquesta con su batuta, la esquina de sus labios se esbozó un sonrisa que produjo que las líneas secas de sus labios crujieran. Se escuchó un eco inexplicable.
El mar cantaba con él.
De repente su mejilla se mojó. ¡Qué frescura!
—Aún tengo agua en mi cuerpo —pensó
Pero en su cuerpo no había más que tripas que borboteaban, una respiración como vapor un corazón como carbón, lo único que podría salir de sus ojos habría sido arena. No eran pues sus lágrimas.
El cielo se abrió, y más de la primera gota cayó sobre el rostro de aquel hombre, en un segundo, millones de gotas resbalaban sobre él.
Abrió totalmente su boca, sus ojos, su nariz, sus poros, para absorber el agua dulce sin perder tiempo. Su cuerpo caliente se renovaba, sus labios partidos se cicatrizaban, paraba de hervir sus entrañas, todo en él se calmó. Su cuerpo quieto como el centro del océano.
Fue un diluvio, fue una cascada, fue un remolino con sabor a lluvia. Abrió sus ojos, miró el cielo color mar. Su cuerpo se evaporó.
A la mañana siguiente en el pueblo de Briceño, se halló un bote a la deriva, en su interior no se encontró más que dos prendas sucias y un par de zapatos de charol. Nadie supo de dónde vino el bote y ni a quien le pertenecieron aquella ropa desgastada.
—Algún desgraciado con mala suerte—dijo un pescador
—Desgraciado o no, nada como una muerte en el anonimato del mar.