"Cantemos
en coro cerca de las nubes, ahora que nadie nos ve"
Carlitos se levantaba cada día sin una razón clara. La luz atravesaba las delgadas cortinas de su habitación, hiriéndole apenas los ojos. Durante unos segundos se sentía animado, pero la sensación desaparecía pronto. Se encogía de hombros, se sentaba al borde de la cama y arqueaba la espalda. Buscaba una razón para ponerse en pie, sin encontrar ninguna. Aun así, se levantaba.
Ese día, el cielo estaba despejado y las nubes se habían disipado, dejando al firmamento respirar.
—Qué laguna titánica la de allá arriba —pensó.
Sentirse tan pequeño ante el cielo le recordaba su debilidad. Incluso su nombre, “Carlitos” le sonaba reducido, como si llevara ya una carga encima. Lo llamaban así, por defecto. Por olvido.
Ese día, el cielo estaba despejado y las nubes se habían disipado, dejando al firmamento respirar.
—Qué laguna titánica la de allá arriba —pensó.
Sentirse tan pequeño ante el cielo le recordaba su debilidad. Incluso su nombre, “Carlitos” le sonaba reducido, como si llevara ya una carga encima. Lo llamaban así, por defecto. Por olvido.
II
Ella trabajaba en el taller de su padre: lavaba autos, desmontaba motores. Su padre había querido un varón, pero nació mujer. No supo qué hacer con eso, así que simplemente le puso el nombre que ya tenía en mente para un niño: Daniel. Agregó “Agustina” por compromiso, por su madre.
Daniel no se sentía del todo mujer, ni del todo hombre. Se sentía sombra, en transición.
Desde su casa, solía ver pasar a Carlitos. Había algo en él —su rostro tranquilo, su piel que parecía brillar sin luz directa— que le recordaba que algo hermoso podía existir. Al mirarlo, era como mirar directamente al sol: el resplandor impedía ver lo demás, incluso el auto que debía reparar.
A veces lo imaginaba besándola. Con labios mojados, tibios. Y en ese breve momento, sentía que estaba viva.
III
—Supongo que la tristeza ama las depresiones —dijo Daniel una tarde, casi como un suspiro.
—¿Qué dices ahora, Daniel? —respondió su padre desde debajo del auto—. Estoy ocupado. No tengo tiempo para tus cosas de niña. Pásame la llave.
—La llave inglesa, papá —dijo con voz ronca y seca, pasándosela con la mano sucia de grasa.
—¿Qué dices ahora, Daniel? —respondió su padre desde debajo del auto—. Estoy ocupado. No tengo tiempo para tus cosas de niña. Pásame la llave.
—La llave inglesa, papá —dijo con voz ronca y seca, pasándosela con la mano sucia de grasa.
IV
Carlitos no sabía nada del dolor de Daniel. Él solo deseaba ser visto. No ser “Carlitos, el triste”, sino Carlos. Fuerte. Presente. Quería que alguien dijera su nombre sin necesitar una descripción.
“Quiero que la tristeza no diga mi nombre”, se repetía.
“Quiero que la tristeza no diga mi nombre”, se repetía.
V
Un domingo, el cielo estaba cubierto de nubes, el estadio lleno, gritos, cánticos, una marea humana celebrando la gloria de su equipo.
Daniel veía el partido en la televisión con su padre. El primer tiempo terminó sin goles. De pronto, un grito cortó la transmisión:
—¡Se va a matar! —exclamó el locutor, mientras las cámaras giraban frenéticas.
Una figura apareció sobre la malla de contención. Delgada, de tez clara, sostenía algo brillante en la mano.
Daniel no necesitó más. Supo que era Carlitos. Reconocía esos huesos frágiles, esa piel que brillaba incluso sin sol.
Carlitos gritaba un discurso que el bullicio apagaba. Era su confesión. Llevaba en la mano el cuchillo que usó para sacar punta al lápiz con el que escribió su nota: “Supongo que solo la muerte cura las depresiones. Te amo, mamá.”
Daniel veía el partido en la televisión con su padre. El primer tiempo terminó sin goles. De pronto, un grito cortó la transmisión:
—¡Se va a matar! —exclamó el locutor, mientras las cámaras giraban frenéticas.
Una figura apareció sobre la malla de contención. Delgada, de tez clara, sostenía algo brillante en la mano.
Daniel no necesitó más. Supo que era Carlitos. Reconocía esos huesos frágiles, esa piel que brillaba incluso sin sol.
Carlitos gritaba un discurso que el bullicio apagaba. Era su confesión. Llevaba en la mano el cuchillo que usó para sacar punta al lápiz con el que escribió su nota: “Supongo que solo la muerte cura las depresiones. Te amo, mamá.”
VI
Daniel lloró en silencio. Sintió cómo algo se rompía en su pecho, como si una botella de cristal se astillara por dentro.
Carlitos se hizo dos cortes en el pecho. Lo hizo con precisión. Pensaba que tal vez, en medio de la euforia colectiva, la tristeza no podría encontrarlo.
“La tristeza no puede decir mi nombre en un estadio”, pensó.
Daniel no volvió a ser la misma. Su padre, sin decirlo, tampoco. Desde ese día, algo cambió en su trato. Como si hubiera visto en Carlitos a su propia hija cayendo.
Carlitos se hizo dos cortes en el pecho. Lo hizo con precisión. Pensaba que tal vez, en medio de la euforia colectiva, la tristeza no podría encontrarlo.
“La tristeza no puede decir mi nombre en un estadio”, pensó.
Daniel no volvió a ser la misma. Su padre, sin decirlo, tampoco. Desde ese día, algo cambió en su trato. Como si hubiera visto en Carlitos a su propia hija cayendo.
VII
Daniel siguió trabajando en el taller. A veces, mientras sostenía una llave inglesa, miraba el cielo y buscaba el sol entre las nubes. Veía pasar a la gente y, en sus rostros, creía ver el mismo brillo que alguna vez tuvo Carlitos.
Ya no intentaba ser el bloque de mármol que su padre deseaba. Sabía que no había heredado esa fuerza brutal.
—Estamos en el purgatorio —se decía— Cuando deje de sentir dolor, estaré muerta.
Y al mirar al cielo una vez más, se imaginaba cómo sería nadar en las profundidades del firmamento.
Ilustración: LettyBesa
Edición: Sofía Monge
Ya no intentaba ser el bloque de mármol que su padre deseaba. Sabía que no había heredado esa fuerza brutal.
—Estamos en el purgatorio —se decía— Cuando deje de sentir dolor, estaré muerta.
Y al mirar al cielo una vez más, se imaginaba cómo sería nadar en las profundidades del firmamento.
Ilustración: LettyBesa
Edición: Sofía Monge