Carlitos se levanta todos los días sin una razón aparente. La luz atraviesa las delgadas cortinas de su habitación, hiriendo levemente sus pupilas. Con esa pequeña luz molestándolo, logra despertarse animoso por unos segundos, pero luego se encoge de hombros, se sienta al borde de la cama y arquea la espalda. Trata de encontrar una razón para ponerse en pie, pero no encuentra ninguna. De todos modos, se levanta.
Las nubes disipadas permiten que el firmamento respire. —¡Qué laguna titánica la de allá arriba! —pensó.
A su vez, le producía la sensación de ser diminuto, encorvado y débil. —Carlitos— escuchó su nombre a lo lejos.
Se sintió reducido. Hasta su nombre parecía haberse encogido, debilitado por el poder de los diminutivos. Lo llaman Carlitos también por defecto.
Ella trabajaba en el taller de su papá, lavando carros y desmontando motores. Su papá deseaba un varón, pero como sombra de su deseo, salió mujer. Hasta ahora no se imagina que es mujer; le dio el mismo nombre que pensaba ponerle a un niño: Daniel. Daniel Agustina, el ‘Agustina’ para mi mamá.
Carlitos pasaba casi todos los días frente a su casa, y ella veía en él lo que a su alrededor le faltaba. Veía su suave rostro iluminado, como si su piel reflejara los rayos del sol. Al mirarlo, sentía la misma intensidad que al mirar el sol directamente, el brillo le impedía ver el carro destartalado que iba a desarmar. Y cuando dejaba su mente vagar, imaginaba sus labios mojados sobre los de ella.
Cuando su papá la llamaba, pronunciaba su nombre con fuerza y la miraba con una profundidad que parecía leerle la mente. Esperaba que su fisionomía cambiara, que su rostro se tornara más varonil. Al ver que no sucedía, apenas susurraba los nombres de las herramientas que necesitaba para desarmar un carro.
—Supongo que la tristeza ama las depresiones—le dije—y tomé un suave respiro, diciendo para mis adentros: —Me amará mucho entonces.
—¿Qué hablas ahora, Daniel? No ves que estoy ocupado, como para escuchar tus problemas de niña. Lo que quiero es que me pases esa llave—dijo mientras señalaba lo que necesitaba, con su cuerpo ya bajo uno de los carros viejos.
—La llave inglesa, papá—le respondió con voz ronca y maltratada, mientras se la pasaba.
Carlitos, por su parte, no era consciente del sufrimiento de Daniel. Él solo deseaba ser visto, ser llamado Carlos —así de fuerte como suena—. Quería estar presente en la vida de sus padres, en su casa, en el colegio, en su propia vida. Deseaba ser visible, que no se olvidaran de su nombre sin necesidad de una descripción física. Decir, por ejemplo: —Carlitos, el triste. No, no lo he visto.
Necesitaba ser evocado.
En su mente se repetía una única frase: “Quiero que la tristeza no diga mi nombre”.
Una mañana de domingo, el sol salió detrás de una espesa capa de nubes. No podía brillar ni sumergirse en los cálidos colores de esa laguna azul.
Ese domingo, el estadio se llenó de muchedumbre que aclamaba la victoria de su equipo, cada uno alentando, gritando por la lucha y el dominio. Todos coreaban felices por la victoria, todos rezando al mismo Dios por la gloria, a saber, a qué hinchada pertenece aquel Dios.
Ese día, Daniel miraba el fútbol en la televisión con su padre. Todo el primer tiempo había quedado en empate, cero a cero. Al final del partido, se escuchó un grito desesperado.
—¡Se va a matar! —decía un locutor—, mientras las cámaras buscaban el acto con movimientos bruscos. En un momento, se vio a una persona con tez brillante, piernas delgadas y escurridas. Aunque la televisión no permitía distinguir claramente, Daniel sabía de quién se trataba, reconocía esos huesos frágiles y ese color de piel que, sin sol, iluminaba la barrera de alambres de donde colgaba, agitando algo más brillante y de metal.
Carlitos gritaba un discurso que solo él podía escuchar por el bullicio de la multitud, pero eso le servía para desahogarse, para llenar su mundo con las palabras que lo aprisionaban. Mientras decía su confesión, se acercaba al pecho el cuchillo que había usado para sacar punta al lápiz con el cual escribió una nota a su madre, diciendo: “Supongo que solo la muerte cura las depresiones”, y firmó su despedida con un “te amo”, para que ella no sufriera.
Daniel miraba con lágrimas en los ojos al chico que había visto pasar por su calle. Sintió algo romperse en el lado izquierdo de su pecho, como si toda la vida hubiese cargado una botella de cristal que terminó de quebrarse. Esos filos irregulares querían salir de su cuerpo. Sentía que, si no era la muerte la que rondaba, sería como un animal que la asechaba, listo para devorarla.
Carlitos se produjo dos heridas en el pecho, tan profundas como el odio que sentía hacia sí mismo. Ese odio lo hizo creativo, pensó que el único lugar al que la tristeza no lo acompañaría sería en un estadio lleno de gente eufórica. “La tristeza no puede decir su nombre en un estadio”, pensó, no podría decir ‘Carlitos’.
Daniel se quebró por completo. Su padre ni lo notó, pero desde ese día lo trató diferente, como si al ver al muchacho arrancándose la vida, se hubiera visto a sí mismo haciendo lo mismo con su hija. La muerte muchas veces se ve como una oportunidad.
Daniel continuó reparando motores, y cada vez que miraba al cielo, se achinaba tratando de ver el sol. Encontraba un poco de brillo y miraba a las personas caminar con ese mismo color que Carlitos tenía al pasar cerca de ella. Sentada con la llave inglesa en la mano, sabía que ya no era el bloque de mármol que intentaba ser para su padre, dejaba de ser brutal consigo misma, dándose cuenta de que, al final, no había heredado nada. —Estamos en el purgatorio—se dijo—. Cuando deje de sentir dolor, estaré muerta. Se consolaba.
Su mirada se dirigía una vez más al sol, a la laguna azul, y se imaginaba cómo sería nadar en las profundidades del firmamento.
Ilustración: LettyBesa
Edición: Sofía Monge