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Carlitos


"Cantemos en coro cerca de las nubes, ahora que nadie nos ve"


Carlitos se levanta todos los días ya porque sí. La luz atraviesa las delgadas cortinas de su habitación y le contaminan la pupila que se achica. Con esa pequeña luz hiriéndolo levemente, logra despertarse animoso por unos segundos, pero luego se encoge de hombros, se sienta al filo de su cama y arquea su espalda. Trata de encontrar la razón para ponerse en pie. No encuentra ninguna. De todos modos, se levanta.

Las nubes disipadas le dan al firmamento el espacio necesario para que respire.
¡Qué laguna titánica la de allá arriba! pensó.

A su vez le producía la sensación de ser diminuto, encorvado y debilucho.
—Carlitos— escuchó de lejos su nombre.

Se sintió reducido. Hasta su nombre se lo encogieron, se lo debilitaron con todo el poder de empequeñecer que tienen los diminutivos.
Lo llaman Carlitos también por defecto.

***
Yo trabajaba en el taller de mi papá, lavando los carros y desmontando motores. Mi papá quería un varón, pero como sombra de su deseo salí mujer. Hasta ahora creo que no me imagina como mujer, lo digo porque me puso el mismo nombre que le iba a poner a un niño, me llamo Daniel, Daniel Agustina, el ‘Agustina’ para mi mamá.

Carlitos pasaba casi todos los días frente a mi casa, y yo veía en él lo que a mi alrededor le faltaba, veía su suave rostro, lo veía iluminado, como si la tez de su piel sirviera de rebote a los rayos del sol. Lo miraba y provocaba en mí la sensación de ver al sol fijamente, el mismo brillo que no me permitía ver un carro destartalado que iba a desarmar. Y cuando dejaba mi mente vagar, imaginaba sus labios mojados sobre los míos.

****
Mi papá cuando me llamaba, pronunciaba con fuerza mi nombre y me veía con una mirada tan profunda que llegaba a pensar que podía leerme la mente. Era como si él esperaba que mi fisionomía cambiara. Lo sabía porque miraba mi rostro como esperando un cambio. Que mi rostro se tornara lo más varonil, y al ver que no sucedía, escurrían apenas de sus labios los nombres de las herramientas que necesitaba para desarmar un carro.

Supongo que la tristeza ama las depresiones – le dije – y tomé un respiro suave y me dije a mis adentros
— Me amará mucho entonces.

—¿Qué hablas ahora Daniel?, no ves que estoy ocupado como para escuchar tus problemas de niña, yo lo que quiero es que me pases esa llave– lo dijo mientras señalaba lo que quería, mientras su cuerpo ya estaba debajo de uno de aquellos carros viejos.

—La llave inglesa papá— le dije con voz ronca y mal trecha, mientras se la pasaba .

Carlitos por su parte, no se enteraba de la ruindad por la que pasaba Daniel, él solo quería ser visto, ser llamado Carlos —así de fuerte como suena— quería estar presente en la vida de sus padres, en su casa, en el colegio, en su propia vida, quería ser visible, que no se olvidaran de su nombre, que no haga falta decir su descripción física para recordarlo, decir, por ejemplo:
 –Carlitos, el triste. No, no lo he visto. 

Necesitaba que lo evocaran.

En su cabeza se repetía una única frase: “Quiero que la tristeza no diga mi nombre”.

Una mañana de domingo, el sol salió detrás de una espesa capa de nubes, no podía brillar y tampoco sumergirse en los cálidos colores de esa laguna azul.

Ese domingo el estadio se llenó de muchedumbre que aclamaba la victoria de su equipo, cada uno alentando, gastando la voz, gritando por la lucha y el dominio de la cabeza sin cerebro. Todos coreando felices por la victoria. Todos rezándole al mismo Dios por la gloria, a saber, a qué hinchada pertenece aquel Dios.

Ese día Daniel miraba el fútbol en la televisión con su padre, todo el primer tiempo había quedado en un empate, cero a cero, mientras estaba a punto de finalizar se escucha un grito desesperado.

¡Se va a matar! —decía un locutor, mientras las cámaras buscaban aquel acto con movimientos bruscos, en un momento se vio a una persona, con tez brillante, sus piernas delgadas y escurridas, no se podía distinguir por tv, pero Daniel sabía de quién se trataba, sabía a quién le pertenecían esos huesos frágiles y ese color de piel, que, sin sol, iluminaba esa barrera de alambres de donde colgaba, agitando en su mano algo más brillante y de metal.

Carlitos gritaba un discurso que solo él podía escuchar por el bullicio de la multitud, pero eso le servía para desahogarse, para llenar su mundo de las palabras que lo aprisionaban, mientras decía su confesión, se acercaba al pecho el cuchillo que antes, le había servido para sacar punta al lápiz con el cual escribió una nota a su madre diciendo: Supongo que sólo la muerte cura las depresiones, y firmaba su despedida con un “te amo”, para que ella no sufriera.

Daniel miraba con sus ojitos llenos de lágrimas al chico que hace días miraba por su calle. Sintió algo que se rompía en el lado izquierdo de su pecho, era como si toda la vida hubiese cargado una botella de cristal, que terminó de quebrarse, y esos filos irregulares querían salir de una vez por todas de su cuerpo. Sentía que si no era la muerte la que rondaba, sería como un animal que la asechaba, que la iban a devorar.

Dos fueron las heridas que se produjo Carlitos en el pecho, tan profundas como ese odio, ese odio que al final se tenía a sí mismo, ese odio que lo hizo creativo, que lo hizo pensar que el único lugar al que la tristeza no lo acompañaría sería un estadio lleno de gente eufórica. “La tristeza no puede decir su nombre en un estadio”, no podría decir ‘Carlitos’.

Daniel se quebró por completo, su padre ni lo notó, pero sin embargo desde ese día él la trataba diferente, como si al ver a ese muchacho arrancándose la vida, se vio a él mismo haciéndole aquello a su hija. La muerte es vista muchas veces como una oportunidad.

Daniel continuó reparando motores, y cada vez que miraba al cielo, se achinaba tratando de ver el sol, conseguía un poco de brillo y miraba las personas caminar con ese mismo color con el que Carlitos pasaba cerca de ella. Sentada con la llave inglesa en su mano podía saber que ella ya no era más el bloque de mármol que intentaba ser para su padre, dejaba de ser brutal consigo misma, que al final no había heredado nada. 
Estamos en el purgatorio se dijo, cuando deje de sentir dolor, estaré muerta. Se consolaba.

Su mirada una vez más se direccionaba al sol, a la laguna azul y se imaginaba cómo sería nadar en las profundidades del firmamento.



Ilustración: LettyBesa
Edición: Sofía Monge 





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