"Te cuento que estoy bien, que no he soñado"
Vivir sin Lucy no ha sido cosa fácil. Cada mañana hago una retrospectiva de mi vida, ella fue lo mejor que me pasó, recuerdo su sonrisa y recuerdo sus primeras palabras, la escucho tan cerca aunque cierro mis ojos para que mis oídos no pierdan ninguna vibración de su voz extinta, sé que está en mi cabeza, sé que la tengo en mis recuerdos y ellos hacen que mi imaginación la escuche. Su padre ha venido desde hace meses a verme, nos sentamos a tomar café y casi no hablamos. Se acaba el café, nos miramos, se levanta y se va, yo lo veo marcharse y cerrar la puerta. Me gustaría que no volviera, me recuerda a Lucy, me recuerda que la perdí, me recuerda que la única cosa que he hecho bien en mi vida ya no está. Puede que él se sienta diferente y que lo que hace es verme a mí y ver a su hija, pero me parece injusto que mientras él se calma, yo no pueda encontrar esa paz, él tiene otros hijos, que se consuele con eso, que se consuele y que se vaya de una vez por todas.
***
Han pasado dos años desde la muerte de Lucy.
Ya no pienso más en mi propia muerte, me he acogido al recuerdo de mi hija viva. Me refugia, me calma.
Ya no es doloroso pensar en ella mientras cocino el desayuno, tampoco siento dolor cuando exprimo las naranjas y el olor de esa fruta cítrica me transporta a las mañanas cuando me pedía que partiera esa fruta en cuatro partes iguales para disfrutarla mejor, mientras mi pequeña observaba por la ventana la lluvia caer repetitivamente. Su muerte ya no merodeaba por las paredes de la casa, la muerte estaba lejos, yo, me refugiaba en el recuerdo de su vida, me refugiaba en el pasado.
Ha pasado tanto desde la última vez que quise acabar con mi vida. No recuerdo ya el dolor en mi cuerpo, no recuerdo la locura que se apoderaba de mí y no me dejaba ver más allá del desconsuelo.
En mi jardín cultivo cucardas y buganvillas, dentro de mi casa tengo pequeños cactus y un lindo bonsái que me regaló el padre de Lucy la última vez que me visitó.
Cuidar las plantas es un trabajo que me ayuda a sanar. Que te regalen flores es algo tan superficial y fútil, por eso es fácil regalar flores. Regalar plantas no es un acto superior, pero te yo valoro lo que tiene vida y valoro cada cosa que mantenga mi casa con vida.
No canto canciones felices, ni mucho menos bailo como un acto ordinario que demuestre mi felicidad, tampoco estoy hablando con amigos para salir a ver el mundo, ni tampoco estoy mirando el sol ni llenándome de esperanzas. Con situaciones mundanas no quiero cambiar mi rutina, pero soy inmensamente feliz, me siento en mi sofá, leo cuentos en voz alta, duermo un poco. Escucho música en la cocina mientras preparo el almuerzo, camino por la casa haciendo los quehaceres como si tuviera un tiempo límite, cuido mis plantas y les pongo agua, abono, sol, vida. Repito el ciclo.
Hablé por teléfono la semana pasada con mi madre que está en un asilo por voluntad propia. Hace un año que mi padre murió por causas del mal hábito de fumar. Él estuvo en el asilo donde ahora está ella, mi madre lo cuidaba mientras su enfermedad le carcomía sus pulmones. Ahí, mi madre conoció a Andrés, un veterano de guerra de Cuba, que le contaba historias a mi madre mientras ella iba a cuidar a mi padre. Mis padres siempre se han unido en momentos trágicos, como fue con mi profunda tristeza, la muerte de Lucy y la enfermedad de mi padre, donde formaron un lazo indescriptible entre ambos, una amistad tan profunda y sincera que parecería amor. Mi padre, mientras la enfermedad desgastaba sus pulmones, pasaba largas horas escuchando los cuentos que mi mamá le contaba junto a Andrés, que también se turnaba para relatarle con detalles acerca de su líder en sus aventuras bélicas, quien en un momento tomó la decisión de acabar con cualquier movimiento contrarrevolucionario, formando así, el grupo de operaciones denominado La Limpia. Andrés con cierta ligera vergüenza, cuenta que formó parte de ese escuadrón, al cual constituyó en la batalla que llamaron, Lucha Contra Bandidos. Cuando mi padre oía las historias de Andrés, su semblante cambiaba, se perdía en las historias fabulosas que le contaban que, aunque nunca dijeran que todo era real, mi padre, cuando me conversaba sobre aquello, lo hablaba con tanta pasión que se imaginaba a él como protagonista.
Mi madre lo niega, pero estoy convencida que ella se enamoró de Andrés mientras mi padre estaba vivo. No la juzgo, el amor llega siempre cuando menos lo esperamos, o cuando nuestra vida es un grito desesperado que no se logra pintar en un cuadro. De todos modos las mujeres guardamos esa compostura de rectitud, como si deberíamos justificar nuestros actos. Cuando mi padre murió, mi madre entró por voluntad propia al asilo, ella me llama una o dos veces al mes a contarme cómo está, y por ahí me dice con mucha delicadeza alguna noticia de Andrés, la escucho feliz y por eso forma parte de los recuerdos favorables para tener fuerzas y seguir adelante.
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Lucy está por todas partes, en toda la anatomía de la casa, en la pintura, en el color a madera del piso, en el columpio que mece el viento, está encerrada en la ducha en donde me quedo por horas sintiendo el agua caer. Está en las galletas de dulce que preparo pensando en ella.
Lucy está en mi soledad, está dentro de mi cabeza que anida en mi corazón. Porque la muerte no es el final, es un comienzo inexplicable, la muerte es algo que no conocemos, pero puede llevarnos al camino de grandes historias que solo podemos imaginar cuando la soñamos.