A sus 10 años Rigoberta Inventaba personajes para matarlos y
justificar así, la tristeza que sentía los domingos por la tarde.
A ninguno les ponía nombre. Solo los imaginaba. Jugaba cada
mañana con ellos. A veces los mataba por aburrimiento.
Dormía con su cama llena, y nunca le tuvo miedo a la
oscuridad, sentía una ligera sensación de compañía mientras cerraba sus ojos.
Todas las noches antes de dormir, abría su closet y buscaba
un vestido para el día siguiente, lustraba sus zapatitos de charol, pasaba su
cepillo de pelo durante 10 minutos sobre su color castaño oscuro y luego hacia una trenza con mucha paciencia que ocultaba con su gorro de dormir, decía ella que la protegía
de sueños malos.
Rigo, como la solían llamar, caminaba siempre con prisa,
mirando hacia atrás y con poca precaución de donde pisaba, nunca dejaba de
hablar mientras caminaba. Los lugares que visitaba no eran los mismos, pero todos estaban cerca de un río.
Se sentó, sacó con cuidado sus zapatitos de charol y
sumergió sus pies hasta que tocaran fondo, dio ligeros saltos con la intención que
el agua, salpicase su rostro, lo hizo por horas.
Marcaba el reloj 3 de la tarde, sin saberlo, sumergió su
rostro en el agua, abrió los ojos dentro y esbozó una sonrisa, un nuevo amigo
ha llegado.
Nunca supo cómo aparecían sus amigos, de dónde provenían,
siempre se preguntó si ella tenía algo que ver, si ella los creaba o ellos ya
existían. Sin mucho interés olvidaba aquellas preguntas. Solo se sentía feliz al
saber que venían.
La llamó Sofía. Nunca
antes les había puesto nombres a sus amigos, pero en ella se veía reflejada una
infancia agotada, una calidez de recuerdos, la esperanza de tener convicción al
dejar de ser sumisa ante los caprichos de la vida.
Sofía era calmada, siempre se mantuvo con ella, era quien sabía cada detalle de su vida. Tenían la misma edad, pero Rigo era la voz de lo que debía o no hacer.
El tiempo pasó de prisa.
Rigoberta poseía ya 24 años,(digo poseía por su
innumerable aferramiento a todo) ya era edad suficiente para haber dejado
atrás, aquellos amigos, pero sin embargo se quedó con Sofía.
Hablaban con frecuencia en sus tiempos de absoluta soledad. Un día Rigoberta conoció a Marco, un muchacho delgado y de cabellera
larga de risos, su tez blanca hacía juego con el resto de su cuerpo, a ella le
gustaba, hacía que sus días fueran de menos horas y las noches se comieran las
colas de los gatos negros. A Sofía no le parecía del todo atento, faltaba algo,
así que sin preguntarle simplemente lo negó.
—Cómo simplemente
puedes olvidar, él no ha sido uno
de aquellos canallas de los que siempre te has lamentado, por qué ahora
simplemente lo olvidas y logras siempre esa tranquilidad falsa— dijo
Rigoberta sintiendo que ella debía estar de acuerdo para que todo marchase bien.
—Espera, no te das cuenta que no es el indicado— dijo
Sofía con voz seca
—A mí sí me parece el indicado y mucho,
eso es lo importante, tú no eres más que una vocecita en mi cabeza, vocecita que muchas veces no debo escuchar. Eres caprichosa.
Se sintió abatida y confundida. Sofía solo callaba con pena.
Mientras que Rigoberta lloraba cada uno de las pérdidas de sus amores. Cada vez
con más frecuencia.
No se hablaron por varios meses, se ignoraban cada una,
mientras una se arrepentía, otra era más ruda, se mantuvieron en anonimato.
Se lanzaron varios “como estas” con cortas respuestas, así,
cada día iban aumentando palabras hasta que terminaron en confesiones, risas, y
suspiros. De nuevo estaba ella, imaginando. Así pasaron los últimos 5 años,
pero en Rigoberta, ya no había esa quietud de antes, y poco a poco, se dejaron de
hablar sin darse cuenta.
"Como cuna sirvió el olvido, como hojas cayeron sin
prestar atención, que de cada palabra no anunciada estaba allí la muerte,
rondando a la espera"
El aburrimiento no estuvo en aquel día, Rigoberta, con mucho
dolor, y con muchas ganas de escurrir su sangre en el pecho de su víctima, con
fuerza inventó un suceso de desgracia en su cabeza, un infinito tormento se
produjo a sí misma, para estar triste por su perdida, para justificar lo que le iba a hacer. Quién puede matar a alguien que ama
y sentirse completa? Sin antes sentir la culpa latiendo en la punta de
sus dedos.
La mató. Sin respirar
la mató.
El día estuvo claro, el sol salió despacio y con pocas
nubes, Sofía se levantaba de la cama, con escasa pereza, se lavó la cara, se
cepillo los dientes, se miró al espejo, lloró. No entendía con certeza que le
ocurría, se imaginó que se sentía así
por lo agotador que fue la semana, por algunas preocupaciones, por algunos
pesares. Sintió esa puntada en el corazón, producto de un mal aire, esa que
debes quedarte quieto y respirar hondo para que te alivie, ella lo dejo pasar,
no se había dado cuenta de que la habían matado, de que Rigoberta era quien
habitaba en su cabeza, que Rigoberta inventó un amigo real que la llamó Sofía.
Mientras que ella, se levantó ese día sin vida, con un agujero negro en su
pecho.
Un mundo en la cabeza, pura ficción de donde nace la
realidad.
Y aquel día Sofía se
sintió triste, al sentir su propia
muerte.