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26 de noviembre


“Yo no creo en  el alma, pero de que existe, existe”

Ya hace dos días que estaba en alta mar. El sol golpeaba su frente, sus labios estaban secos y su cuerpo escurrido cubría el tablón del bote. Sus ojos entre abiertos miraban nada mas que  el mar impetuoso y azul. Todo azul.  Sus pensamientos inundaban una parte de él, que el agua salada no podría de ninguna manera tener acceso, sus recuerdos.

Su memoria evocó. 

En un eterno pensamiento recordaba la gracia con la que él se sumergía entre las olas y se dejaba derribar con fuerza por aquel oleaje, hasta llegar a la orilla. Todo era refrescante, su pensamiento refrescaba su alma. La imagen de su rostro que sentía  la efervescencia de la espuma del mar, era inenarrable


Ahora en cambio, no podía sentir más que repulsión, desesperación, esa tirria contra esa abundancia de azul que  le producía tal abominación hecha a la mar.


Tenía deseos de ver paredes de concreto, edificios en construcción, escuchar el ruido de carros,  ladridos de perros, llantos de bebes, la multitud, ver  personas, a niños, a su madre; su madre. Ella sentada en aquel viejo sofá sacando cuentas del mes, sus hermanos abrasándole, su perro moviendo la cola, incluso  hasta ver  a aquel fastidioso vecino religioso, el que no da limosna ni cedía su asiento, hasta a él lo logró recordar.


Intentó cantar, pero no tenía fuerzas para abrir su boca, cada vez que su lengua tocaba sus dientes se producía un ligero pegote provocándole alguna herida leve. Deseaba escuchar música, algún sonido que no fuera el del mar sin olas, del sol quemando su cara o del bote balanceándose sin llegar a ningún lugar.


Sus dedos se sumergieron en el agua salada, cerró por completo sus ojos y su garganta produjo un sonido. Empezó a entonar una canción.


La sinfonía tocaba al compás de sus amígdalas, el piano, la trompeta, la guitarra, todo un concierto retumbaba en cada rincón del bote, el agua alrededor vibraba, sus dedos sumergidos se movían controlando el ritmo como un director de orquesta con su batuta, en la esquina de sus labios se esbozó un “smile”   que produjo que las líneas secas de sus labios crujieran. 

Se escuchó un eco inexplicable. El mar cantaba con él.

De repente su mejilla se mojó, que frescura!!


 Aún tengo agua en mi cuerpo – pensó - Pero en su cuerpo no había más que tripas  que borboteaban, una respiración como vapor, un corazón como carbón, que lo único que podría salir de sus ojos habría sido arena del desierto. 

No eran pues sus lágrimas.

El cielo se abrió, y más de la primera gota cayó sobre el rostro de aquel hombre, en segundos, millones de gotas resbalaban sobre él. Abrió totalmente su boca, sus ojos, su nariz, sus poros, para absorber sin perder tiempo. Su cuerpo caliente se renovaba, sus labios partidos se cicatrizaban, paraba de hervir sus entrañas, se calmó.



Abrió sus ojos, miró el cielo color mar,  su cuerpo se evaporó. 


A la mañana  siguiente en el pueblo de Briceño,  se halló un bote a la deriva, en su interior no se encontró más que dos prendas sucias y un par de zapatillas bora-bora con tiras de colores. Nadie supo de donde vino el bote y ni a quien le perteneció aquella ropa rasgada. 



Algún desgraciado con mala suerte- dijo un morador     

Desgraciado o  no, nada como una muerte en el anonimato del mar.


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