Cada
vez que ella salía a pasear acostumbraba a recoger rostros en su
mente, tratar de retenerlos lo posible. Pensaba, que aquellos rostros
los recordaría años después, pero minutos más tarde se llenaba de ellos
y tendía a olvidar el primero, el segundo y así…. Se aburría. Luego
hablaba con ella misma con mucha seriedad, como si estuviera en un mitin
muy importante, poco le importaba si la veían, ella solo caminaba,
cuando llegaba a su lugar favorito, cerca de su casa en un río largo y
poco estrecho, se sentaba en un árbol de samán tan fuerte como si
estuviera hecho de concreto, sus años se reflejaban en su altura y en lo
áspero de su tronco. Lo saludaba inclinando la cabeza y decía que era lo
más sabio que había conocido. Se imaginaba todo lo que podría
haber visto mucho antes de que ella naciera. Se imaginaba ser un árbol. Se
sentaba a lado de él recostaba su cabeza cerca y repetía en voz baja
–“quiero correr el riesgo de ser diferente, a causarme el horror de ser
igual”- esa era su rutina cada mañana durante los 20 años próximos.
Ella, creció al igual que el resto, fue a la escuela igual que el resto, se graduó, trabajó, vivió un tiempo en un pequeño departamento de soltera, luego se casó, tuvo varios hijos y sus hijos tuvieron hijos. El tiempo pasó, a veces lento, a veces con prisa. Llegaron días de tristeza, y muchos más de alegrías, su vejez pasó en calma, siempre gozó de una buena salud, poseía un muy buen humor, aunque ya hace un año de la muerte de su esposo.
Casi siempre preparaba una torta de mora por si acaso una visita llegue.
No sufría de pesadillas ni de insomnio, su vida estaba pasiva. Sin embargo una noche, se despertó en llanto sollozando y con la piel fría agitada fue a buscar algo de beber, tomo la jarra con agua, vio como el agua caía dentro del vaso de aluminio, la luz del foco golpeaba con suavidad el borde del vaso, su boca se dirigió a ese pequeño reflejo y tragó con fuerza toda el agua hasta que cayesen por las esquinas de sus labios. Miro el vaso vacío, suspiro y trato de caminar de vuelta a su cama, pero se quedó parada con una sonrisa amarga hasta que un perezoso viento hizo sonar las campanillas de la puerta principal, despertó sin haber cerrado los ojos, camino a su armario empuñó un abrigo y salió con prisa.
Ahí estaba, aun tan fuerte, aun tan alto, aun tan áspero, sus pasos eran lentos, como si los disfrutara, al llegar inclinó su cabeza para saludarlo, se recostó y empezó a contarle toda su vida, detalles que no sabía que recordaba, el viento soplaba con fuerza, el río sonaba con cierto ritmo y el sol se movía hasta el filo de la montaña, no hubo silencio más que el de las sonrisas.
El día terminó; al igual que su vida.
Allí yacía dos cuerpos, el árbol ya tenía sus raíces secas, y ella lo sabía, ella ya tenía el suspiro del alma al borde de su boca y él ya lo sabía, ambos se llamaron para pasar el último instante juntos, la muerte les concedió que escogieran su final.
Mientras cerraba los ojos repetía en voz baja:
–“quiero correr el riesgo de ser diferente, a causarme el horror de ser igual”-
Y aunque su vida no fue tan diferente que el resto, se dio cuenta en el último instante, morir pudo marcar la diferencia así sea en el final de un suspiro. Y ella se arriesgó en el último momento.
a mi querido amigo Pedro, que por medio de un acuerdo hizo que escribiera este pacto en forma de relato corto.
y a mi hermana quien fue la primera que lo leyó y me dio el visto bueno (sonrisa)
es un principio, y todo principio suele ser bueno.
Ella, creció al igual que el resto, fue a la escuela igual que el resto, se graduó, trabajó, vivió un tiempo en un pequeño departamento de soltera, luego se casó, tuvo varios hijos y sus hijos tuvieron hijos. El tiempo pasó, a veces lento, a veces con prisa. Llegaron días de tristeza, y muchos más de alegrías, su vejez pasó en calma, siempre gozó de una buena salud, poseía un muy buen humor, aunque ya hace un año de la muerte de su esposo.
Casi siempre preparaba una torta de mora por si acaso una visita llegue.
No sufría de pesadillas ni de insomnio, su vida estaba pasiva. Sin embargo una noche, se despertó en llanto sollozando y con la piel fría agitada fue a buscar algo de beber, tomo la jarra con agua, vio como el agua caía dentro del vaso de aluminio, la luz del foco golpeaba con suavidad el borde del vaso, su boca se dirigió a ese pequeño reflejo y tragó con fuerza toda el agua hasta que cayesen por las esquinas de sus labios. Miro el vaso vacío, suspiro y trato de caminar de vuelta a su cama, pero se quedó parada con una sonrisa amarga hasta que un perezoso viento hizo sonar las campanillas de la puerta principal, despertó sin haber cerrado los ojos, camino a su armario empuñó un abrigo y salió con prisa.
Ahí estaba, aun tan fuerte, aun tan alto, aun tan áspero, sus pasos eran lentos, como si los disfrutara, al llegar inclinó su cabeza para saludarlo, se recostó y empezó a contarle toda su vida, detalles que no sabía que recordaba, el viento soplaba con fuerza, el río sonaba con cierto ritmo y el sol se movía hasta el filo de la montaña, no hubo silencio más que el de las sonrisas.
El día terminó; al igual que su vida.
Allí yacía dos cuerpos, el árbol ya tenía sus raíces secas, y ella lo sabía, ella ya tenía el suspiro del alma al borde de su boca y él ya lo sabía, ambos se llamaron para pasar el último instante juntos, la muerte les concedió que escogieran su final.
Mientras cerraba los ojos repetía en voz baja:
–“quiero correr el riesgo de ser diferente, a causarme el horror de ser igual”-
Y aunque su vida no fue tan diferente que el resto, se dio cuenta en el último instante, morir pudo marcar la diferencia así sea en el final de un suspiro. Y ella se arriesgó en el último momento.
a mi querido amigo Pedro, que por medio de un acuerdo hizo que escribiera este pacto en forma de relato corto.
y a mi hermana quien fue la primera que lo leyó y me dio el visto bueno (sonrisa)
es un principio, y todo principio suele ser bueno.