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CAROLA

 Carola tenía 7 años cuando su padre le apuntó con un arma.






















Se despertó por la madrugada, escuchó a lo lejos la música, se restregó sus ojos para ver con claridad, poco a poco sus ojos se acostumbraron a la luz de la madrugada, bajó las escaleritas de su litera, caminó lentamente hacia la salida de su cuarto, apenas abrió la puerta la melodía se escabulló por el umbral, la pequeña asomó su cabeza y vió una imagen que la acompañaría a lo largo de su vida. Su padre postrado en la anatomía del sofá y sus manos danzaban por el aire, guiadas por la música andina que había elegido para acompañar su wiski.


La pequeña caminó con dirección al baño, pero mirando de reojo la suerte de su padre. En un segundo, él, interrumpió su camino y la abrazó con fuerza, ella se dejó llevar, no entendía nada de lo que pasaba. La música, el abrazo y el silencio de su padre, eran mensajes que no lograba comprender.

Entre lamentos, su padre mimaba el rostro invadido por una mueca de confusión de su hija. Cuando logró mirarlo a los ojos, vió en ellos una cascada de pesares caer infinitamente. Nunca había visto llorar a su padre, vio el dolor de frente, sus lágrimas brotaban sin aviso, surcaban en sus mejillas como si fuera lava. Cuando él se dio cuenta que estaba al descubierto, la dejó con suavidad en el suelo, la miró con dulzura y se secó sus lágrimas, de pronto, sacó un arma que tenía entre los cojines y la puso en la mesa, miró de nuevo a su hija, tomó el arma y le apuntó a su cara.

—¿Piensas que te podría hacer daño? — Carola no contestó, pero no bajó la mirada.
—Nunca te haría daño, primero me lo haría a mí.
Su padre empezó a mirar el arma con intensidad, como admirándola. Su mirada se perdió entre el metal y Carola vio por primera vez el peligro muy de cerca.
 

De saber con exactitud lo que pasaba por la mente de su padre, la embargaría la angustia y desdicha. Para su suerte se sumergió en preguntas: ¿Qué tenía? ¿Qué podría sucederle? ¿Qué pasaba por su mente? eran cosas que a su corta edad no lograba, aunque quisiera, resolver, no lo podía hacer, no sabía por qué un adulto protector como su padre, quien la cuidaba, se encontraba así, postrado en su sofá, envuelto con una melodía desalentadora y melancólica. Todo eso pasó por su mente y corazón y en unos segundos, creía tener una razón, pero entre más creía tenerla, aquella idea se desvanecía.
 
Su papá se detuvo, la miró y acarició su rostro, seguía llorando, estaba roto. La pequeña Carola no quería pensar. Carola se deslizó y alcanzó el equipo de sonido casero, aplastó algunas teclas y cambió de música. Sonó Chopin, era pequeña para saber que lo que empezó a tocar fue Nocturne in B-flat minor Op. 9 No. 
En ese momento la música los salvó. El rostro de su padre se suavizó, su mirada cambió a confusión, como si hubiera despertado de un trance, como si hace unos minutos sabía qué decisión tomar, y ahora, esa decisión le parecía la peor, guardó el arma y miró a su hija enseguida, la miró y pidió perdón en silencio.

Carola sintió paz, como si la música que puso la hubiera envuelto en un halo acogedor. Los dos se miraron, se confesaron sin decir palabras. 

Carola no olvida esa madrugada, Carola no olvida nada, no olvida la imagen que decidió acompañarla constantemente, la de su padre en el sofá, antes gobernado por la melodía que lo condenaba, y que luego cambiaría con una canción escrita hace más de cien años. Una canción  para escuchar y decidir.

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