Lo que no se siente, es lo que más duele.
Estaba sentada en el césped mirando las nubes en el cielo. Nubes largas y espumosas, nubes gordas y redondas, nubes con bordes saltarines. Miraba el cielo y respiraba lento y profundo. Sus ojos se recargaban de luz al ver al impotente sol que aquellas nubes no lograban tapar.
Estaba ahí acostada también sobre nubes verdes con pequeñas puntas que le acariciaban su cuerpo. Estaba pensando en su gato, en su madre y en sus libros. Estaba arriba en el mar de nubes, y estaba abajo también, dentro de su cabeza.
De pronto todo empezó a oscurecerse, y una gota cortada le cayó en la frente. Parecía que iba a llover, pero el cielo aún no tenía ganas de llorar. Ella no se inmutó, siguió acostada a la espera que el agua cayera sobre ella y su piel de algodón de azúcar, pero aquello no pasó, solo el cielo cambió de color.
El cielo era un lienzo con nubes que escurrían colores que flotaban en el firmamento. Ella lo contemplaba todo. Era como mirar a través de burbujas de jabón. Miraba asombrada el cielo y esperaba que le salpicara un poco de matiz y le bañara los pies.
De pronto el viento le susurró al oído lo que tenía qué hacer esa mañana que decidió salir al parque, a pensar en otra cosa que no sea la muerte de su madre.
La resignación es una forma de morir por dentro, y ella no quería resignarse, lejos de aceptar la muerte del vientre de donde provino, lejos de querer que su madre se vaya por fin, lejos de darle el último adiós rodeado del olor nauseabundo de rosas, y lejos, muy lejos de querer luchar la batalla contra la soledad inminente, decidió salir acostarse en el césped y pensar que el cielo lloraría la muerte de su madre, como ella lo estaba haciendo por dentro, llenándose al mismo tiempo con nubes que escurrían colores desde sus entrañas.